20 may 2011

Trejo II

Llegó una tarde a la ciudad.
Llegó a dar una charla sobre la reedición del libro de un amigo.
En la sala, busqué al poeta vital.
Al exiliado, al bebedor, al fuerte, al donoso.
Al de Buenos Aires, al de Santiago y San Pablo.
Al de Nueva York y París. A ese de amigos presos
Y mujeres perdidas haciendo los recuerdos.
En su lugar no había nadie.
Sólo un viejito, casi ciego, que me estrechó la mano suavemente
Ante mi deseo de conocerlo.
Casi no podía hablar, casi no respiraba.
¿De dónde es usted?, preguntó.
De aquí, respondí.
¿Sabe usted que yo nací aquí?, preguntó.
No lo sabía, respondí.
Esa fue nuestra conversación. Luego,
Se acercaron otros. Algunos jóvenes intelectuales.
Otros aparentemente viejos amigos suyos.
Me hice a un lado y retrocedí unos metros.
Lo observé.
Con su única mano móvil, sostenía un bastón.
Volví a observarlo. El pelo cano, los rasgos vencidos.
Un anciano. Salí de la sala.
A fumar. Volví a entrar.
Observé como lo llevaban hasta la mesa de conferencias.
Presentarían una novela. Trejo y dos escritores más.
(Uno inyectaba cordura; el otro estaba sordo).
Una de las mediadoras le sostenía el micrófono.
No hablaba. Hablaban los otros dos.
Relataban anécdotas, contaban chistes y hacían menciones
del novelista, ya fallecido.
Pidió la palabra, luego de oír una graciosa historia
sobre el novelista y ellos.
Dijo primero a la muchacha que sostenía el micrófono:
¿Cómo es tu nombre?
Sofía, dijo ella.
Ah, Sofía, dijo él. Como la capital de Bulgaria.
Y luego agregó, tras un silencio: me olvidé lo que iba a decir.
Otra anécdota cómica, y nuevamente pidió el micrófono.
Dijo: ¿Dónde va todo aquello?
El mediador lo instó a repetirse, ante el silencio en la sala.
Dijo: pregunto dónde va todo aquello.
La sala seguía en silencio.
Preguntó: ¿Cómo es tu nombre?, a la muchacha del micrófono.
Sofía, dijo ella.
Ah, Sofía. Como la capital de Bulgaria.
La gente rió. El no encontró gracia.
Balbuceó algo. La muchacha, sonriendo, le acercó el micrófono.
Dijo: la publicidad… La publicidad nos ha matado.
Hubo un silencio solemne.
La conferencia continuó.
Le siguieron más historias, más anécdotas.
A veces sonreía; a veces no entendía lo que se decía.
Pidió el micrófono nuevamente.
Nuevamente preguntó el nombre de la muchacha.
Nuevamente hizo mención a la capital de Bulgaria.
Habló de jazz, de su madre, de su departamento en el centro.
Siguieron más historias acerca del novelista fallecido
y los mediadores seguían ávidos de hablar sobre el libro.
(Claro, tenían que venderlo).
Por última vez, pidió el micrófono.
Dijo: ante todo, él era mi amigo. Nada más agrego.
Y repitió: él era mi amigo.
Y cedió el micrófono.

Concluida la conferencia,
el mediador invitó a los presentes a tomar una copa de vino.
Yo salí de la sala. Embebido en breve y poderosa poesía.
No me despedí de Mario. Es mi amigo.
Sé que no se ofenderá.

Juego de ajedrez

Como el otro, este juego es infinito
J. L. Borges

(Nunca he sido un buen jugador de ajedrez, por eso:)
Juego a defenderme, a no morir tan pronto.

Mis peones se arrastran, protegen mis caprichos de rey,
En mi cansancio me observo y observo al contrario,
Corren los días, sutiles, corrientes o alucinados,
El contrario (el infalible) trama jugadas perfectas,
Que apenas logro neutralizar.
Se toma su tiempo: juego el juego y él juega conmigo.

Muevo los caballos, e indómitos
se alejan de mí.
Muevo los alfiles, e inútiles
son engullidos sin resistencia.
Enroco una torre, descubro la otra,
las comen, me cercan, se llevan mi dama.
Nada me queda por dar, sólo dos o tres pasos,
Antes de finalizar.
Saludo, con dignidad.

Nunca he sido un buen jugador.