Cocina moderna-cuento
Cocina moderna
Había hambre en los hombres, en las mujeres, y lo más triste, en los ancianos y los niños. Hambre, hambre también de agua, sed, necesidad natural de hidratarse. El vaso de agua costaba cinco pesos, un bife de carne de marila, una especie de mamífero roedor, híbrido de laboratorio, mezcla de conejo y curanto (animales ya extinguidos), costaba ocho pesos, y los más caros, de gallina, salían diecisiete pesos. En el medio del desierto en que se había convertido la provincia de Buenos Aires, desde Avellaneda hasta pasando La Plata, ellos tenían la única cocina moderna sobre el camino de ripio que comunicaba el puerto con las pocas ciudades que aún quedaban en pie, a orillas del atlántico sobre la costa de lo que fue una de las bahías. Y digo cocina moderna porque los hombres nuevos apenas si comían, -comida caliente, se entiende- una vez por semana, con suerte, y la dieta diaria de los niños era a base de bayas, setas, raíces, manzanas. Las frutillas y la carne de oveja eran comida de mujeres embarazadas y de ancianos, y derroche de tinta y lana para ropa de los que tenían las plantas desalinizadoras, que eran los pocos ricos que existían detrás de la columna de hierro a modo de frontera en lo que fue antaño Entre Ríos.
En el parador “Cocina moderna” solían quedarse a cenar y a dormir en el humilde hotel extranjeros que traficaban vino en plan canje de ropa de invierno, que lugareños a lo largo de la costa -el único lugar geográficamente habitable-, los más osados, por supuesto, intercambiaban en condiciones desfavorables, siendo igual tres o cuatro bolsas de ropa de lana, dependiendo cuán hábil era para negociar el productor y cuán apurado estaba el traficante, por una barrica de siete de litros de vino, que normalmente eran consumidos por los integrantes de la familia en menos de una semana. Sueh, la mujer que regenteaba la cocina y el hotel, era la garante de ambos bandos; intercedía lo justo y necesario en la negociación para que se desarrollara con normalidad. Defendía a los traficantes de vino de los posibles saqueos de los lugareños, aunque también defendía a los lugareños cuando la policía del estado andaba buscando a alguien por hurto o asesinato. Por supuesto que sacaba siempre su parte: los traficantes premiaban su honestidad y firmeza con una barrica de vino de cinco litros por cada decena de barricas entregadas; los lugareños le entregaban como ofrenda ropa de invierno o municiones de las escasas que poseían.
En el parador trabajaban con ella su marido, Allon, sus dos hijos vivos (había perdido ya cuatro por distintas razones), y un sobrino un poco retardado que se ocupaba de barrer con las manos y los pies las habitaciones del hotel.
– Gorgo –lo llamó Sueh desde detrás de la chapa de zinc donde se cocinaba un pedazo de carne negruzca.
El hombre – o joven, porque no tenía edad aparente- entró en la cocina trastabillándose con las rocas que molestaban la entrada. Preguntó de mala manera qué necesitaba. Sueh le alcanzó un cacharro de metal oxidado sin dejar de vigilar un instante la carne que ya crujía.
- Traé agua-le dijo.
Gorgo salió tropezándose nuevamente con las piedras. Sueh largó un insulto mientras daba vuelta la carne. Los tuyos y los nuestros, somos una gran familia, repetía a grito pelado lo que una vez fue una canción, según su memoria, a menudo después de despotricar contra su sobrino. Sin embargo, la puteada mayor la lanzó antes de la preocupación suprema luego del escéptico y terco pensamiento no es posible, no es posible, no. Gorgo había gritado que no quedaba más agua. De los doscientos cincuenta litros no quedaba más nada. Ni una sola gota. Sueh dejó a cargo en la cocina a su hijo menor y llamó a su marido. Se reunieron al lado del estanque.
- ¿Qué pasó? –preguntó Allon.
Sueh no respondió; tal vez no escuchaba porque su pensamiento rabioso anulaba sus sentidos; o tal vez no respondió por la idiotez de la pregunta. De cualquier manera, el agua no estaba. Palpaban el fondo del estanque, incrédulos, seco metal sin vestigios de humedad. Vencido, Allon se sentó en el suelo, con su espalda apoyada en la pared circular del estanque. Encendió un cigarrito y, quejumbroso, comparó despectivamente el tabaco con la yerba que usaban para el mate. Siempre que estaba nervioso fumaba y siempre que fumaba hacía la misma comparación. Desde algún lugar recóndito de sus frenéticas ideas Sueh lanzó un gruñido y caminó rodeando el estanque. No se rendía a la teoría de la evaporación que seguramente su marido rumiaba a falta de coraje para buscar al culpable.
Los juntó a todos: a su marido, a sus hijos. Mandó llamar a Willie y a su esposa, dos compinches peleadores de la época de la última revolución. Cuando llegaron, ordenó a Gorgo cebar unos mates, y sazonarlos con algo de yuyo de menta. Sin reservas de agua, el mate era toda una ceremonia, una ofrenda digna para semejante empresa. Había que encontrar al culpable.
- Fue la familia de Bastián. Siempre fue un farsafás –dijo Allon.
Sus dos hijos asintieron con la cabeza. Willie y su esposa miraron inmediatamente a Sueh. Mientras ella meditaba, Gorgo le alcanzó un mate.
- Vamos a buscarlo –dijo el hijo mayor, y el sonido de la escopeta cargándose ratificó el imperativo.
- No –dijo Sueh. – Pueden haber sido los gringos. No podemos darnos el lujo de entrar en una guerra con Bastián sin estar seguros. Sólo tenemos unas pocas municiones. Sin agua y a medio atender el negocio, quedaríamos destrozados.
Le devolvió el mate a su sobrino y a este se le cayó al piso. Sus primos rieron, y pronto la risa se les contagió a todos. Sueh aprovechó el incidente para salir del comedor. Afuera, el horizonte amarillo rojizo comenzaba a desfallecer; la temperatura ya había caído lo suficiente para estar cerca del bajo cero, y en la lejanía, como faros rasantes, comenzaban a brillar las fogatas nocturnas encendidas por las familias. Ya estaba cansada, pensó que estaba cansada, aunque en realidad lo dijo, porque Willie, caminando hacia ella, le dijo que también él estaba cansado, harto de vivir como vivían.
- Nuestros hijos no saben lo que nosotros vivimos de chicos –agregó.
- Pero al menos conocimos otra vida.
Sólo se oían las voces que salían del comedor. Era el único sonido en varios kilómetros a la redonda. Frente a frente, Willie y Sueh recordaban cada uno otros tiempos, tiempos menos infelices, menos miserables.
- Me pregunto cuándo acabará todo –dijo Sueh.
- Cuando acabemos nosotros –contestó él.
Ella sonrió amarga, irónicamente. Le gustaba hablar con él; el tono impersonal de las palabras, las frases huidizas e incompletas de ideas, todos esos chispazos de inteligencia la reconfortaban. Habían sido amantes durante la última guerra, la del 49; desde ese entonces, la guerra era permanente y los recursos, precarios.
Se abrazaron. Se frotaron las espaldas para darse calor.
- ¿Vamos adentro?- preguntó él.
Luego de despedir a sus amigos, Sueh encomendó a su marido y su hijo mayor la tarea de subir a la ciudad a buscar al menos una barrica de agua, y debieron partir de inmediato. Los observó mientras se alejaban en la plenitud de la oscuridad montados en sus bicicletas; zigzagueaban los carros atados por caños de acero al piñón quebrando el eterno silencio nocturno con opacos chirridos.
La mujer, a esas alturas con tez pálida y enfermiza por exceso de cigarro y carencia de descanso, pasó su noche en vela; sólo lo supo cuando su sobrino y su hijo menor se levantaron interrumpiendo su aletargada reflexión sentada en el rincón más profundo del salón. Afuera, el sol ya quemaba y en la puerta dos parroquianos conversaban esperando que abriera la despensa de vino.
- Vio, doña Moderna, están explotando bombas en la ciudad –comentó el más viejo de los hombres, una vez adentro.
- Parece que ya no quedará nadie –agregó el otro, entre muecas similares a sonrisas.
- ¿Qué van a querer? –preguntó Sueh, cortando la aversión y el cinismo de los hombres.
- Dos copitas –contestó el más viejo.
Sueh las sirvió. Transcurrido un buen tiempo, con la concurrencia de gente aumentando y el calor haciendo estragos en las camisas de los hombres, supo que era mediodía. El gentío hablaba de lo mismo: la guerra en la ciudad, desatada la noche anterior. Vociferaban caóticamente, a gritos los reaccionarios incendiaban con sus bombas caseras las pocas casas y chozas que aún quedaban en pie y la policía del estado desde los fuertes gastando municiones gringas en individuos raquíticos y desangelados. Nada quedaría, era el comentario general como final de las conversaciones.
Al terminar el día, Allon y su hijo no habían regresado. Sueh no tenía miedo; era un sentimiento expulsado de su psiquis. Sí el rencor era el motor necesario para continuar su rutina. Pensaba a su marido y a su hijo muertos por las bombas o las municiones, enterrados en fosas comunes, siempre y cuando tuvieran suerte de no quedar a la intemperie, despellejados por las aves de rapiña; sin embargo, también imaginaba a su marido y su hijo escapando hacia el norte, hacia las murallas de hierro, entregándose como esclavos a cambio de comida y agua. Su marido no había expulsado el miedo, no como ella; la incertidumbre, el desprecio por la muerte, algún sueño perdido, todavía lo embriagaban ciertas cosas. A la mañana siguiente, por su sobrino mandó llamar a Willie. Para el mediodía regresó el retardado corriendo solo. Willie no estaba, tampoco su esposa; la estancia estaba vacía, no quedaban ni el molino, ni el estanque, ni los animales. Sus tres peones estaban atrincherados dentro de la casa, esgrimiendo cada uno una metralla. Lo hicieron pasar, le mostraron que dentro no había nadie más que ellos y lo obligaron a irse. Desde las ventanas laterales lo observaban caminar sin dejar de apuntarle, narró entre jadeos.
- También se fueron -dijo Sueh.
Y entonces supo que era grave. Ya les quedaba apenas unos litros de agua, una barrica de vino, y estaba completamente sola. Ningún parroquiano se había acercado esa mañana al parador. Entonces era grave. El viento soplaba con firmeza desde el este y el sur, formando remolinos de aire y tierra colorada.
- Métanse en la casa. Y no le abran a nadie –dio como instrucciones.
Salió decidida como un soldado, al trote, enfrentando a las inclemencias temporales y territoriales, al silencio sombrío de cientos de kilómetros, a la nueva paranoia pueblerina que se extendía como una fiebre mortal. Llegó hasta lo de Bastián. Tras pasar la cerca, detrás de unos animales descompuestos por las moscas y el calor y alineados a modo de trinchera, se ubicaban los dos peones. El olor era realmente insoportable, era el hedor de la muerte.
- ¿Quién vive? –dijo una voz.
- Soy Sueh. Quiero hablar con Bastián- contestó.
Hubo un murmullo. Sueh sintió una nausea. Se tomó con las dos manos el vientre. Cuando uno de los peones levantó la cabeza por sobre los animales, miles de moscas volaron en derredor, la mancha negra en el vacío amagó con irse, pero apenas llegó al metro y medio en el aire, volvió a posarse sobre el animal descuerado.
- No están. Váyase, señora, por favor.
- Dígale que lo busco. Que quiero hablar con él- insistió.
- Se fueron por la noche. Nosotros quedamos a cargo, y con orden de disparar a quien sea. Le repito, váyase.
Era inútil razonar. Eran como autómatas. Programados siempre al servicio de quien les da de comer. Y le dolía la cabeza, los mareos comenzaban a agobiarla, no soportaba más el olor. Tenía que irse, y empezó a caminar. A los diez metros cayó rendida, desmayada. Los hombres corrieron tras ella.
Sus ojos ante la oscuridad se abrieron de par en par, reconociendo entre las sombras su propia habitación. A su lado, su hijo y su sobrino le tomaban las manos.
- Mami –dijo su hijo, y al escucharlo sintió una opresión en el pecho, constriñéndose de amor y zozobra.
Su sobrino la observaba desde kilómetros de distancia, con los ojos medio muertos y el pensamiento andando como una tortuga. De un soplo se levantó de la cama. Indagó sobre novedades a Gorgo. Nada. Nadie había venido: ni su marido ni su hijo, ni potenciales clientes. Por primera vez en muchos años, se sentía plenamente desconcertada. Fueron hasta la cocina. Debajo de los estantes de las especias y hierbas se guardada el bidón con agua de reserva. Sueh lo tomó, lo agitó una vez, lo agitó nuevamente, desenroscó la tapa, miró por el vertedero, y finalmente lo puso boca abajo. Ni una sola gota cayó del bidón amarillo.
- Teníamos sed –dijo su hijo, agachando la mirada.
- Sí –confirmó Gorgo, -y los peones nos dijeron que te hidratáramos.
Quince litros. Quince litros gastados en apenas unas horas y algunos pañuelos para su frente y sus labios. Quince litros que bien racionados alcanzaban para una semana. Sueh se sentó sobre la plancha de zinc. Lió un cigarrillo con algo de tabaco y restos de especias esparcidos por la mesada de madera. Sus dos hombrecitos la miraban pitar, expectantes. Sólo esperar, restaba sólo esperar, no sabían bien qué, cada uno según su experiencia, el hijo menor de Sueh tal vez una solución mágica, en concordancia con su edad madurativa, su madre como superhéroe o un dios supremo y todopoderoso, hacer llover, hacer aparecer a su padre y a su hermano, o Gorgo en su presente continuo, perenne, sin distinguir ayer de mañana, limitadamente aguardando saciar sus caprichos momentáneos, o en estos casos, sus necesidades básicas, y Sueh también esperando, ya con soluciones mágicas, hacer llover o hacer aparecer a su marido, ya apenas poder solucionar sus necesidades básicas, corriendo el peor riesgo, desesperarse ante su incumplimiento, aunque volaba al ras ahora y maldijo a Allon y a Willie, y volvió a ser Sueh, la que hacía cuanto podía y a veces más de lo que su cuerpo le permitía.
A la madrugada un temblor la despertó. Un estruendo seguido de otro temblor la levantó de la cama. Su hijo y Gorgo aún dormían, abrazados en su cama. Salió de la habitación, encontrándose en el exterior de la casa cuando el tercer estruendo hizo temblar levemente el piso. En el cielo, desde el norte, a la distancia de lo que le pareció la ciudad, bombas estallaban cronométricamente cada tres o cuatro minutos. Silencio, explosión y leve temblor. Quedó unos instantes mirando hacia el cielo, y vio que nubes espesas se acercaban desde el sur; en la oscuridad de la noche no podía distinguir si eran nubes de agua, porque las nubes de las implosiones provenientes del norte parecían abarcar el espacio completo. La guerra venía en serio, entonces. Así y todo, se esperanzó. Quizás la lluvia llegara antes.
La barrica de vino estaba vacía, las bombas del norte hacían cesado, y parecía que nunca llovería. Una semana había pasado desde aquel incidente de los temblores. Probablemente habían acabado con todo y con todos. La mañana era límpida, el cielo como tapiz manchado levemente por algún cirro perdido y desenfocado, el frío glacial amainado junto con el viento sudeste. Y tenían sed, los tres. Se habían bebido lo último del vino la noche anterior, una copita, unos mililitros cada uno. La poca fruta que guardaban ya había sido comida. Estaban en el salón, acurrucados cerquita los tres, como intentando por ósmosis o fricción darse calor e hidratación. Los labios resecos, las tripas trabajando su rancio jugo gástrico. Desde las ventanas de lona veían el desierto detenido, oían el ligero viento silbando, la tierra que se levantaba miedosa, como harta, como deshidratada también, como mimetizada con los pocos seres vivientes del lugar. Por tercera vez Gorgo dijo que tenía sed y por tercera vez Sueh no lo escuchó.
- Tengo sueño –dijo su hijo.
Entonces lo tomó con las dos manos, y aferrándolo a su cuerpo, lo alzó. Al hombro, lo llevó hasta su habitación, cruzando todo el salón, la cocina y el pasillo divisor de lo que fue su casa. Lo desvistió y lo acostó. Lo tapó con la frazada, aunque él se quejó, no muy convincentemente. Se sentó a su lado, le acarició la frente. Sintió unos pasos y su reflejo le indicó que Gorgo la observaba desde la puerta.
- Andá al salón. Esperame ahí –le dijo.
Escuchaba balbucear a su hijo, escuchaba la respiración forzosa, escuchaba su corazón latir exigido, escuchaba su cuerpo resignarse. El niño se durmió enseguida; en la oscuridad de la habitación sin ventanas su almita se aferró a la vida unos segundos en los que batió los brazos rozando los de su madre, que sostenía la almohada sobre su cara. Sin mirarlo, le tapó el rostro con la frazada. Fue hasta el salón, donde Gorgo la esperaba con la escopeta en la mano.
- Vamos, salgamos –le dijo.
Y a unos pocos metros de la entrada de la única cocina moderna de la zona, sobre una duna, su sobrino esperó con actitud extrañamente dignificante su disparo en la sien. El otro disparo, el segundo, fue lo último que rompió el silencio en todo el día, excepto el ruido del viento jugando con la tierra colorada, porque el desplomar del cuerpo de Sueh fue suave, como deslizándose sobre el suelo, como perdiéndose en el aire.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)