Señorita Maestra-Cuento

Puede ser probable que si una mujer de veintiséis años, maestra por vocación, te invitara a su casa una tarde de viernes invernal y te recibiera con un cálido abrazo, un café capuchino humeante y galletitas caseras en un pequeño cesto de mimbre –una panera-, recubierta esta por una servilleta bordada con soles y flores sin nombre ni forma, y te dijera: esto es tuyo –y te entrega con eso que es tuyo unas manos delicadas, cuidadas de todo menos de polvo de tiza-, vos pienses con ánimo de chico de once años o apetito voraz de divorciado de treinta y pico, esta mujer es un casa, sencilla, humilde y acogedora, acá podría descansar, luego de toda una semana de torturantes cuatro horas escolares, o después de toda la rutina laboral y judicial, porque hablar con el abogado de familia diez o quince minutos es tan tedioso como trabajar esas ocho horas diarias en el ministerio. Y puede ser probable también que pienses que te hubiera gustado tener una madre así, que te hable suave, pausadamente, y una mujer que no necesite una fortuna para gastar en maquillaje porque a cara lavada es preciosa, sin demasiados artilugios en el pelo, sólo un rodete con dos mechones de pelo a cada lado de la cara cayéndole hasta las mejillas siempre rojas. Que juegue siempre, hasta cuando te reprende, que te guarde los juguetes y te haga los deberes, o que te espere con una cena y un baño caliente, y los domingos y martes porqué no después de la cena postre, y sabés que con su simpleza alegrará esas noches de hastío, donde la tormenta torrencial corta la luz e impide ver televisión, y el juego de cartas no se tornará aburrido, y te contará cuentos actuándolos, moviendo las manos y todo el cuerpo con gracia, es una mujer madre y amante, que utiliza la palabra justa en el momento oportuno, y después te mira con una de esas miradas justificadoras, como diciendo –te perdono, y sábado por medio querrá salir, poco aunque intensamente, y si bien nunca terminará borracha como una cuba, cuando vos estés vomitando, te sostendrá la cabeza en el inodoro apelando a la paciencia, porque le sobra, y si una o dos veces te peleás en el colegio ella sabrá que te provocaron y no hiciste más que defenderte. Del otro lado del tubo los gritos histéricos de la madre del otro niño no la alterarán y dirá todo que sí, excepto cuando le diga que vos sos un demonio, y ahí sí, como una leona que defiende a su cría responderá que va a hablar con vos, pero que no sos un demonio más que de corbata, y la madre pensará que está desequilibrada y colgará el teléfono más alterada que cuando vio a su hijo con la nariz rota, y ella reirá a carcajadas y vos también reirás. Y serán esos detalles los que te causen ternura, como el de cambiarse en el baño luego de hacer el amor –con ella se hace el amor, no se tiene sexo- con la luz apagada, a pesar de haberlo hecho más de quinientas veces. Podrás sólo imaginarla con la ropa interior de encaje, sobrias e impecables bombachas que nunca viste en la canilla del baño y sí colgadas de la soga un rato al solcito que con ella nunca deja de brillar. Y es que el pudor es esencial, porque el pudor es lo que mantiene su frescura y aunque vos seas tan degenerado –dirá con una risita- ella jamás lo perderá. Y es así como ese viernes invernal, bajo la lámpara de la mesa del comedor, en la casa donde ella vive sola y feliz, te pide que te sientes y te comas una galletita que acaba de sacar del horno, y le das un sorbo al café y tiene espuma, y ella se ríe porque la espuma te quedó en los labios, y con una servilleta de papel te los limpia, y mirás su boca y mirás la estufa prendida, y entonces te dice esto es tuyo y te entrega el examen recuperatorio y mirás a tu hijo de diez años y comprendés porqué habla tanto de la señorita Lupe, y le das las gracias por la paciencia que ha tenido y por lo irregular de la situación, ya que tomar un examen en esas condiciones es sinónimo de buena voluntad, y cómo no sentir eso cuando te dice que no te preocupes, que entiende lo disperso que últimamente está Matías, el divorcio, es lógico, y te acompaña hasta la puerta y le preguntás si la verja está cerrada y te dice no, el barrio es muy tranquilo, y mientras suben al auto y tu hijo te dice algo con la boca llena de galletitas los saluda con la mano y se despide hasta el lunes.